miércoles, 31 de diciembre de 2008

Aduana



Al volver de distantes riberas como diría Bonifacio ,o sea al llegar al Aeropuerto, había que presentar un papelito; obligatorio para todo cubano residente en el extranjero que pusiese claramente que no pensaba estar más del tiempo necesario en la isla, o lo que es lo mismo, el tiempo que aparece en el billete. “Ahora sí estoy en La Habana”, pensé.

Durante el viaje estuve en una especie de duermevela mientras el Atlántico se tendía miles de metros por debajo de la panza del avión. La travesía transcurrió en un largo ocaso hasta que oscureció cerca de Las Bahamas, y el piloto anunció que las luces que se veían a lo lejos eran de Miami. En esos momentos me vuelvo temeroso de Dios como un judío, y rezo porque a ninguno de los pasajeros se le pire la pinza y secuestre el aparato, exigiéndole al piloto que ponga rumbo a la ciudad del sur de la Florida.

El papelito de marras ya lo conocía, de hecho, rellené tantos en los viajes anteriores, que los rellenaba mecánicamente. Primero los datos comunes: nombre, apellidos, aeropuerto de embarque, dirección durante la estancia, si importaba alguno de los artículos prohibidos por las leyes de inmigración y si entraba en el país más de 5000 €. Luego los datos específicos, el número del vuelo, número de pasaporte... Pasado el control de aduanas empiezó lo bueno. Traía mi portátil aconsejado por un amigo que me dijo que ya no era inconveniente viajar con él. Llevaba en sus entrañas la ímproba tarea de repasar mis apuntes de la Universidad. El portátil tenía que ser registrado para que no tuviese la tentación de dejármelo olvidado, robado o vendido. El protocolo, después de que tres personas antes de mí hicieran lo mismo, ya lo tenía aprendido. Se busca un modelo que se cumplimentará a bolígrafo y a mano, con copia a papel carbón que me sería entregada después de tres preguntas que debía responder clara, concisa y precisamente. La funcionaria con apatía, a pesar de su juventud, rellenaría el formulario, no sin antes recordarme que debía entregar el modelo original al salir del país y regresar con mi portátil a mi sitio de residencia, so pena de tener que pagar una multa equivalente al precio del citado equipo, 300 CUC, aunque me lo hubieran robado. “Bienvenido a Cuba”, me dijo; sin matices, sin fluidez en el tono, sin color, sin nada pero sonriendo. La maleta mientras tanto estaba dando vueltas y vueltas. In extremis, como Oscar Wilde el último día en que folló antes de cantar El Manisero, tiré de ella con el concurso y apoyo de un muchacho muy agradable, que salió de la nada y tras la peripecia se paró a mi lado como una estatua sonriente, mirándome, y dándome las gracias por adelantado. Le digo que tengo un billete de a 10 euros y no tengo cambio. El se muestra medio ofendido, señala una ventanilla perdida en un mar de gente que dice CADECA, dice que no pasa nada, y se aleja como si la fuerza de atracción gravitacional aún le atrajera a mí. Meto la mano en el bolsillo y busco en la carterita del dinero suelto pero la fuerza de gravitación se rompe en el mismo momento en que saco una moneda de 2€. Me mira como a alguien que acaba de llegar, no de España, sino de otro mundo, ahora si que está ofendido y se marcha diciendo entre dientes algo que no escuché muy bien.



En el otro extremo de la Terminal se agolpaba un público cargado de buenas intensiones y maletas. Buenas intenciones porque acaban de regresar, porque quieren ver a sus familias. Porque, si se puede, van a hacer un dinerito, que al fin y al cabo se va a quedar en la Isla, pa’ que la familia escape, vaya… Y con las mismas buenas intenciones; intenciones de, por ejemplo, marcharse a casa al terminar su jornada con la satisfacción del deber cumplido, y de paso, si se pega algo... que estamos a fin de año, la cosa está muy mala, son las 11 de la noche y lleva viéndole la cara a gente agradable (más bien poca), desagradable (el resto), turistas y cubanos, sobretodo cubanos, llenos de dólares, yenes y euros, que se fueron, se quedaron, huyeron, se escaparon, y han encontrado la veta de oro, el maná del cielo, la máquina de fulas que hay en las esquinas de las calles de sus mega ciudades, y que vuelven, más que gordos, rollizos y saludables, bien vestidos, especulando, restregándoles por la cara su humilde riqueza, porque en sus países ninguno gana más que lo que un funcionario público. ¡Cubanos, que traen cosas para que sus familias resuelvan, uníos a la cola de pesaje de equipaje! Una cola larga como el cuerpo de una anaconda, como la cola del pan después del huracán, como la cola del pollo (por cierto, en Cuba el pollo, a diferencia de otros países del mundo tiene cola, como las viandas, como el bus. Cosas de la manipulación genética) En la cola, las caras se alargan, la gente se desespera, sobretodo los que acaban de enterarse que rellenar el papelito del que antes hablé, era obligatorio para todos los cubanos. Para el que vino de viaje, para el alto, para el bajo, para el de Palma de Mallorca, para el de Madrid, para el de Sevilla, para el que tiene la niña muerta de sueños en brazos desde hace 1 hora, para el “jinetero”, para la “mambisa”, para el sordo, para la de la cara pintada como si fuera una carnaval, para la que cuida su figura y la puede embutir en un pantalón de licra, para la abuela que viene a ver a su nieta recién nacida, para el que va de listo, para el que se hace el muerto para ver el entierro que le hacen, para el cojo, para el desesperado, para el que convierte la espera en un momento zen, y para los 4 españoles que, en mala hora, decidieron traerse sus bicicletas para recorrer la Isla de oeste a este. El pesaje es democrático, absoluto e igualitario para todos. Y se pesa todo, no solo las ilusiones que van dentro de las maletas, sino el trabajo del último año, las veces que regateaste al chino los sostenes de tu prima, los zapatos de tu padre, de tu tío y de tu suegra. Se pesa el abrazo que vas a dar junto con tus efectos personales de aseo, se pesa la ropa de la niña, la leche que trajiste para darle durante la estancia, se pesan los días que no compraste carne, para guardar un poco más de dinerito para el viaje. Se pesan las veces que dejaste el coche para coger el metro y no gastar en gasolina, los estrenos que no viste, las veces que no quedaste con los amigos porque las copillas del bar siguen subiendo y subiendo, las cotizaciones para ver cuanto se ha devaluado tu trabajo, los sustos cada vez que piensas que con la crisis peligra tu empleo. Lo pesan todo. Incluso el carrito que es obligatorio poner sobre la báscula.




Decido no declarar la guitarra que traigo, una Yamaha que solo es un esqueleto, y la llevo al hombro. Decido que el portátil no es peso añadido, sino equipaje de mano, pero la funcionaria decide que lo que yo decida no entra en el ámbito de las decisiones que debo tomar, y debo pesarlo todo. Luego decide que el peso no es significativo y puedo retirarlo de la pesa. No obstante, decide que debo ponerle precio a mi guitarra y mi portátil. Yo decido que debo decirle que el portátil no lo estoy importando y que la guitarra siempre ha viajado conmigo y nunca ha tenido necesidad de pagar impuesto alguno para entrar en Cuba. Ella me mira con expresión de sorpresa y decide responderme que ella es una mandada, que hable con su jefa. Me pide nuevamente que le ponga precio a la guitarra, porque; es verdad, el portátil, no tenía que haberlo inscrito como articulo de importación, ya que anteriormente había declarado que me lo llevo de vuelta a España a finales de mes. Decido decirle que la guitarra me costó 600€, pero que no pienso pagárselos, ni a ella ni a su jefa. Ella decide decirme que: “conmigo no, son las leyes”. Yo decido ponerme a un lado para que otra persona pese sus equipajes. A mi lado viene un grupo en el que espera una chica con un hija, aburrida de tanto trámite de gente mayor; ella quiere jugar. La madre pelea como gato boca arriba, porque su exceso de equipaje, pagado en el aeropuerto de Barajas, asciende en la Terminal 3 del Aeropuerto Internacional “José Martí”, a ¡1200 CUC!, y a esa madre estaba por darle Changó con conocimiento, ya que Yemayá en puyas hacía acto de presencia, con gritos histéricos a la funcionaria y a la niña de manera alternativa. Decido que la situación era un tanto atípica y que aquello me parece inaudito, pero a la vez decido mantenerme al margen porque no hay mayor justicia que la del tiempo y la resistencia, y si esa madre resistió el viaje con la niña, y todo su equipaje, solo tenía que resistir un poco más para llegar a su meta. (Esto no es velocidad, es resistencia –dicho de un taxista cubano-). Llega la jefa del turno de aduanas de esta noche. Como una faraona, le acompaña una corte de funcionarios de aduana que supervisan por donde pisa, por donde pasa. La funcionaria le dice que yo viajo sin sobrepeso, que el portátil me lo llevo de vuelta a España, y que he dicho que siempre he viajado con la guitarra sin necesidad de pagar impuestos por ella, y que no pensaba pagar los 600€ que me pedía por pasarla. La jefa levanto los ojos de los papeles que traía en la mano, los posó brevemente en mí, susurró algo inaudible a la funcionaria, y se giró hacia la mujer de los 1200 CUC. La funcionaria, mirándome como una niña agarrada en un renuncio dice: 12 CUC, ¿te parece bien? Decido que me parece corrupto, más que justo o bien. Quiero salir de allí.




Beso a mi madre. Bienvenido a Cuba, me dice. Gracias, le digo. ¿Te cuento lo que me acaba de pasar en la aduana…?