lunes, 13 de agosto de 2007

El paso del tiempo


A veces; cuando más aburrido estás, recuerdas tus deberes. Así, de pronto. Suena una alarma y despiertas. Te desesperezas con unas palmaditas en las rodillas, te levantas. "¡Dale, dale, que hay cosas que hacer!" Es en esos momentos en los que luchas contra la inconstancia.

El ejercicio por ejemplo, es duro, pero a todos nos gustaría lucir una figurita de página de publicidad. Cuando te miras al espejo y caes en la cuenta de que los años no pasan en balde, ahí vuelve el fantasma de la inconstancia a rondarte las ideas. Y lo que es peor, viene de la mano de la desesperación y la culpa (ese sentimiento hijo de puta).

Es duro ser constante. Es un ejercicio mecánico y monótono. Admiro a las personas que, más allá del sacrificio, comienzan y acaban todo lo que se proponen porque yo soy inconstante, no me avergüenza decirlo.

Sin embargo, hay una sucesión de constantes vitales que luchan y pugnan por reconducirte al redil de la constancia, el trabajo entre ellas; que te transforman hasta volver ciertos momentos de tu vida una sucesión de monótonos segundos, e inconscientemente contra esos momentos, lucho.

Recuerdo de pequeño, acostado en el suelo del salón de casa de mi abuela, en las tardes de verano, mientras afuera caía el aguacero y se filtraba el agua por una de las grietas del techo, escuchaba el paso del tiempo en el monocorde tic-tac del reloj de pared, y como a la hora exacta, la media hora y el cuarto, parecía que la casa se transformaba en una catedral con el estruendo de las campanadas correspondientes. El paso del tiempo, el implacable, según Pablo Milanés, es el ejemplo de la constancia. Mi pequeña rebelión era tumbarme en el suelo, en el refugio del salón de mi abuela y dejarle pasar. Ahora no lo tengo muy claro, no quiero doblegarme ante la constancia, pero he aprendido que no es lícito enfrentarme a ella. Ni lícito, ni lógico.

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